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Este último curso lleva por título “De la prosa de la justicia a la poética del amor”. Es una lúcida expresión acuñada por Paul Ricoeur. Si algo tiene de particular nuestro presente histórico es que en él la ética parece haberse emancipado definitivamente de la religión, a la que secularmente había ido unida. Este cambio, que suele conocerse con el nombre de “secularización”, es tan radical que ha generado gran desconcierto en el público en general, y aún más en las religiones, que han interpretado esa pérdida como un hurto injusto y un ataque a su propia supervivencia. Otros, fijando la atención más en el futuro que por el pasado, han creido ver en ese fenómeno una oportunidad histórica de purificación del tronco religioso de las adherencias heterogéneas que por distintas razones se le habían ido adhiriendo a lo largo de los siglos. Vista así, la secularización presenta un rostro altamente liberador, que permite purificar la experiencia religiosa, dotándola de identidad propia y diferencial respecto de otras experiencias humanas, en particular la experiencia moral. Hoy nadie duda de que la ética es una dimensión autónoma, tanto en la vida de los individuos como de las sociedades, tan fragmentadas en sus credos religosos. El orden ético se ha separado dfinitivamente del religioso. Una es la prosa de la justicia y otra la poética del don y del amor. Una vez emancipada la ética, a partir del siglo XVIII, se ha ido haciendo cada vez más perentoria la pregunta por la especificidad del hecho religioso. Y así como la especificidad de la experiencia ética viene a identificarse con la categoría de “deber” y el principio de “justicia”, así también la especificidad de lo que hay más allá de la ética, lo que de algún modo la trasciende, es el “don”, aquello que el ser humano recibe sin merecimiento alguno, como puro regalo o en un acto de puro “amor”. Reflexionar sobre ambas experiencias, ha sido una de las grandes hazañas llevadas a cabo por la filosofía y la teología del siglo XX.